No es una condena. Ni mucho menos. Es una bendición. Es el tiempo que ha transcurrido desde el comienzo de la preparación de la Octagonal, camino a Qatar 22, hasta este final, para todos inesperado, el penúltimo de marzo de este mismo año. Etapa breve. Proceso efímero desde el prisma de nuestra vida real pero que, en el universo fútbol, en esta realidad paralela, se antoja más que suficiente para jugarte las ilusiones de una nación de cuatro millones y medio de personas en catorce partidos.
Catorce partidos pueden ser pocos partidos para una liga doméstica de cualquier país, pero son muchos partidos para una fase de clasificación. Sin embargo, pese a la longitud de este torneo, comprimido en tan poco tiempo, supone una concatenación de finales donde cualquier desliz puede resultar un paso atrás con poco margen para reaccionar.
Jugar tres partidos en diez-doce días conlleva el reto de sacar el mayor rendimiento posible de los jugadores (con el mínimo impacto en su salud) haciendo malabarismos para equilibrar la fatiga de los vuelos lejanos, la variedad del clima, la falta de sueño y el impacto en el físico por los cambios de terreno de juego irregulares constantes, con el descanso, la recuperación, el entrenamiento y la preparación futbolística.
La clasificación para el Mundial en CONCACAF ha sido una experiencia inolvidable para mí en la que me he enfrentado al maravilloso reto de ofrecer toda mi capacidad a nivel profesional y todo mi corazón para ayudar al cuerpo técnico de la selección de Panamá a ponerse al servicio de los mejores jugadores de este país en aras de lograr el maravilloso objetivo de disputar un segundo y consecutivo Campeonato del Mundo de Fútbol.
Todo eso en siete meses y un día. Siete meses y un día que son una bendición, como te decía al principio, por muchas cosas: por la gente de FEPAFUT; por este grupo de jugadores; por el DT y mis compañeros del cuerpo técnico; por los colegas que entrenan en la LPF; por los jugadores, nacionales y legionarios, que luchan por poder vestir algún día la Roja; por mis chicos de la Sub-23; por los chavales de la 20; por las chicas; por el Rommel en entrenos; por el Rommel en día de partido; por los pelos de punta con el himno nacional cantado a pleno pulmón, a coro con los veinte mil que nos llevan en volandas; por la alegría de ganar a los Estados Unidos por primera vez en fase de clasificación; por las lágrimas de tristeza por quedarnos en el camino; por la rabia de no poder dar a los panameños lo que tanto hemos luchado por conseguir, por la ambición de levantarse y seguir después de una caída… Y, por encima de todo, por la ilusión de sentir, en lo más profundo, que si no ha sido ahora, estoy seguro, es para prepararnos para lo que viene; más tarde, sí, pero mucho más grande. No es el final de nada: es el principio de la redacción de la página más gloriosa.
Paciencia y fe, “Dios primero”, para alcanzar al fin la victoria. Ambas dan rumbo a nuestra noble misión.
¡Vamos, arriba, levanta Panamá!
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