Igual que una democracia necesita para su buena salud la separación de poderes (real, no esa de la que hacen publicidad los libros de texto), de modo que los que hagan las leyes no sean los mismos que los que las ejecutan y juzgan su cumplimiento, en sentido práctico, el entrenador tiene que tener protegida su salud gracias a su entorno de trabajo.
Con los años, el valor de la experiencia se me antoja imprescindible a nivel personal, pero no menos determinante a nivel de credibilidad. El discutir si la experiencia sucede a la teoría me parece un debate yermo, repleto de racionalidad, plagado de inseguridad mezclada con la ignorancia del que no ha parado ni un segundo a darse cuenta de que la teoría siempre sucedió a la práctica, y no al revés; si haces memoria, puedes encontrar, en cada cosa que hayas aprendido, lo contrario (primero teoría, después práctica), obviamente, pues primero estudiaste algo, hiciste una formación o leíste un manual que te ayudó a desarrollar, en efecto, algo tangible a posteriori (una profesión, un trabajo, una tarea). Sin embargo, piénsalo, en el inicio de cualquier ciencia, de cualquier acuerdo, conclusión o teoría, siempre hubo un ensayo-error que dio un fruto del que se obtuvo una conclusión, una ley. Fuente de la que todos bebemos después para no tener que caer en los errores de nuestros maestros; una optimización que nos ayuda a los demás a ahorrarnos disgustos y aprender más rápido.
La experiencia, para mí, es la piedra angular de la credibilidad. Junto a la coherencia, el transmitir algo que se ha vivido en carne propia es fundamental para que yo siga escuchando con atención a alguien. Con respeto a la persona, no lo dudes, escucharé siempre al que tenga interés en contarme algo; pero sus ideas, su predicado, pese al respeto que me inspire como ser humano, no harán mella en mí si carecen de la fuerza que les da el callo del que da el trigo. Sea lo que sea. En este sentido, tras una profunda conversación completamente imprevista con un amigo, me vinieron a la cabeza los psicólogos y terapeutas de cualquier índole que, día tras día, deben afrontar la escucha consciente o el contacto directo con personas que, por diferentes motivos, encuentran en ellos una descarga emocional, una atención plena de sus diatribas, un muro de lamentaciones o el encuentro con una realidad diferente que les enfoque en su trauma concreto. Y decía yo, para mí: “Qué limpio ha de estar uno de juicio para poder escuchar al otro, ya sea para hacer que se escuche a sí mismo o, si así lo requiriese (solo si así lo hiciera), darle la opinión que él demande y sobre lo que él demande”. Para tener sus sentidos limpios, el que escucha, tiene que estar en paz, con la cabeza despejada, concentrada al máximo en la persona que tiene delante, sin nada que le perturbe… y, eso, amigo, por lo menos para mí, requiere mucho trabajo (no en el momento, que también: hablo de años; hablo de experiencias).
Cuidar al cuidador. Un terapeuta se me hace creíble si se somete a terapia de manera recurrente (tanto como sea necesario, ni más, ni menos); el fisioterapeuta debe tratar y ser tratado (por razones obvias, no solo por la carga que su trabajo provoque en él, sino también por saber lo que provoca lo que él hace); el maestro debe ser alumno; y el entrenador, jugador. Me cuesta mucho hablar de aquello que no he vivido en mi piel, que no he experimentado, y, en relación a todo esto, esa conversación imprevista de la que te hablaba me expuso de frente con mi espejo (uno de ellos): qué facilidad tengo para escuchar al prójimo (en este caso, a un amigo, y hablando de fútbol) y que clarividencia para darle un empujón que le levante de una y le ponga en órbita. Me escuchaba, cuando le hablaba, y me motivaba a mí mismo. Cuando acabé de hablar, me pregunté: “¿Dónde estás cuando te necesitas?”. Sí, has escuchado bien: yo a mí mismo me preguntaba dónde estaba ese tipo que se pone delante de un amigo, le escucha y le transmite poder cuando, habitualmente, para sí, se enzarza en pensamientos recurrentes, en bucles de juicio y culpabilidad; me preguntaba cómo puedo ser tan potente para que alguien se inspire y, sin embargo, haya veces que me pueda sumir en mi propia desesperación de manera tan profunda: soy humano. Somos humanos. Esa puede ser la respuesta.
Ese “terapeuta” para el prójimo lo tiene que ser consigo mismo. El trabajo que sale en automático para con alguien a quien quiero o que me demanda atención no es casualidad, no está ahí para los demás por ciencia infusa; solo cambiar el punto al que alumbro con el foco me dará la posibilidad de disfrutar de esa autoterapia. Y digo que no es casualidad porque, de manera coherente, aplico eso de enfrascarme en transmitir solo aquello que he practicado, aquello en lo que tengo experiencia. Y aquí la hay. Y se nota porque me siento a gusto. Cuando de algo no manejo la práctica, prefiero no intervenir; prefiero escuchar a los otros y aprender. Me da vergüenza.
La vida nos expone constantemente ante situaciones cambiantes, inciertas, desconocidas y conocidas (con truco, para ver si te sabes la lección, y, aún así…). De todo tipo. A veces no tenemos a quien nos cuide; desde fuera, claro. Porque en realidad sí que hay alguien que siempre está dispuesto a hacer lo que sea por ti. Somos seres sociales, vivimos en grupos más o menos voluminosos, necesitamos el amor y el cariño del prójimo, la valoración del igual nos aporta seguridad, autoestima, refuerzo, y bla, bla, bla: el terapeuta de urgencia, el primero en atenderte, pese a no haber separación de poderes en tu persona, eres tú. El trabajo que hagas contigo mismo será imprescindible para poder estar al servicio de los demás y, a su vez, ayudará a optimizar ese terapeuta de primeros auxilios cuando aparezca el juez más implacable, el que más daño te hace, y que también eres tú.
Cuidarme a mí mismo me permite poder cuidar de los demás; cuidar de los demás, gracias a cuidarme a mí mismo, me permite poder seguir cuidándome cuando las fuerzas flaquean, cuando el horizonte se nubla, cuando la tormenta arrecia. Cuando menos me lo espero, como un ciclón, sobrevienen esos juicios, esas emociones, esos diablos. Ahí es donde tengo la sensación de que es cuando hay que recordar las ocasiones en las que apareció ese cuidador y llamarle para que acuda en mi ayuda.
Que pases una feliz semana.
Mucha vida. Mucho Amor. Mucho Fútbol
Comentários