Atados a los resultados, aficionados y profesionales nos movemos en el fútbol actual en el alambre del estado de ánimo. La felicidad se abre paso en las victorias mientras la tristeza asola las cabezas durante días después de las derrotas. Lo efímero (pero devastador para la mente) de las pasiones que se procesan con la parte más primitiva de nuestro cerebro se muestra en su más vívida versión en cada jornada de liga o eliminatoria de cualquier torneo. Un gol, una acción aislada, algo completamente incontrolable e impredecible, sujeto, como la vida, al caos que rige el universo (siempre perfecto, eso sí) puede conducir la situación colectiva más envidiable y positiva al abismo de la decepción y el catastrofismo en décimas de segundo, sin anestesia. La alegría inconmensurable de una victoria deviene en algo cercano a una pérdida (con luto incluido) si la moneda cambia de cara. Es más, sin ir tan lejos: lo que hace un ratito generaba paz y dicha puede traer, al momento, ese deseo de morir en vida. De desaparecer. Loco, ¿verdad?
Para entender el impacto de nuestras vivencias en nuestra mente, en nuestro estado emocional, debemos ser conscientes de en dónde estamos poniendo el foco. Los análisis, ya sean deportivos, profesionales, o de aficionados, pueden referenciarse dentro o fuera. Me explico. Si la referencia la ponemos fuera, es decir, en la clasificación, en los otros equipos, en los aficionados rivales, en los compañeros de profesión, el dolor será mayor que el placer (pues se pierde más que se gana, habitualmente) y quedará fuera de nuestro control, pues de lo que hagan los demás no somos responsables. Y sufriremos por no tener lo que queremos, por alejarnos de las expectativas. En eso no podemos influir; si, por otra parte, la referencia la ponemos dentro, en nosotros, en nuestro presente, en lo que somos ahora con respecto a la versión que fuimos antes (hace un año, ayer, u horas atrás) y lo que queremos ser en un futuro (que siempre tendrá su semilla en el momento presente, pues es donde sembramos nuestro porvenir) podrá haber dolor o alegría, pero nunca habrá sufrimiento, pues la responsabilidad de lo que ocurre, al 100%, es nuestra, y podemos, así, manejar lo que pensamos. Y sí, digo lo que pensamos pues, nuestros resultados, siendo responsables de ellos, ni siquiera podemos controlarlos (aunque lo creamos). Son una referencia externa. Que todos los que rodeamos el fútbol pensáramos de manera diferente sobre las cosas que pasan haría de nuestro fútbol algo distinto, sin duda, pues el pensamiento genera emociones y eso nos motiva a actuar, al igual que las emociones inconscientes nos provocan pensamientos que debemos filtrar con la razón para no actuar por instinto (solo). Pero voy a centrarme en la "miga" de lo que me trae por aquí esta semana.
Mi percepción del fútbol actual está muy ligada a la de la sociedad en la que vivo. No puede ser de otra manera. Es, sin duda, un botón de muestra muy significativo por el número de personas y estratos sociales que abarca. Y no solo en nuestro país. Esto, de lo que hablo, lo he vivido en Sudamérica, Arabia, Europa y, por supuesto, España. Quizás las sociedades con menor desarrollo educativo en general, y con menos desarrollo emocional, en particular (menos aceptación, amor o espiritualidad), son más proclives a generar en la masa estos comportamientos de los que intento disertar. Pero es solo una opinión. Por eso, me centraré en lo que practico, en dónde pongo mi granito de arena.
Los profesionales del fútbol, tanto el futbolista como todos los demás trabajadores que le acompañamos, hacemos todo lo que está en nuestra mano para ganar. Cada día. Nos contratan para eso y ese es nuestro único cometido. Si uno da todo lo que está en su mano para superar a un rival, no hay más que hablar. El resultado no tiene explicación porque el mismo depende de multitud de factores interdependientes. Por ello, lo enfoco desde dos planos: en el plano práctico, profesional, de este teatrillo de la vida, pienso que luchamos contra un oponente para obtener un resultado, para superarle y para dar alegrías a los aficionados, los que realmente mantienen la llama de la pasión viva y por los que trabajamos, el resto, día a día, pues son únicos y legítimos propietarios del espectáculo. Si no conseguimos los resultados, aceptaremos nuestros ceses o cambios de puesto, despidos, etc.; sin embargo, en un plano absoluto, pienso que mi única referencia soy yo, el resultado de mi trabajo, mi tesón, mi actitud. Cosas que puedo cambiar si el resultado de mis actos (no el del marcador) me disgustan, si creo que pueden evolucionar hacia algo que me agrade más, con lo que me sienta más a gusto, con lo que ayude más y mejor a los demás. Eso es lo que me hará estar en paz mientras, lo primero, aunque duela o alegre, por supuesto, lo entienda como lo que es: un juego, una obra de teatro, una forma de vivir que me ha tocado. ¿Y como aficionado? Como tal, pues lo he sido desde que tengo conciencia, desde hace años enfoco el deporte con la misma actitud. Si mi equipo gana o pierde, me alegraré o me entristeceré. Durará lo que tenga que durar, pero no lo suficiente ni con la intensidad mínima como para hacerme sentir mejor que nada ni nadie por un guarismo, ni para hundirme y alejarme de las cosas que realmente merecen dedicarle atención en la vida por un resultado adverso: la salud, la familia, los amigos, la propia conexión jugador-aficionado y aficionado-jugador, cuya comunión emociona y nos ha hecho vivir a los que amamos el deporte momentos inolvidables. Y vivir. Seguir viviendo. Aprendiendo de lo vivido, en la derrota y en la victoria. Utilizando la experiencia para hacer de nuestra próxima versión una versión mejorada. Lo ocurrido, ya, no tiene remedio. Ha pasado. Recrearse en la ciénaga del barro de la decepción no permite seguir avanzando; menos, si me apuras, la mirada por encima del resto de la humanidad del que se cree mejor que los demás por unos números hipócritas, que no siempre albergan la realidad del juego, que le impedirán, de igual manera, valorar los resultados de sus actos para sacar conclusiones.
Hoy, sueño con un fútbol propiedad del aficionado. Un aficionado que acude a los estadios en familia, ataviado con los colores de sus equipos, mezclados en la grada con los colores de la afición rival; sueño con campos de fútbol sin espacios reservados ni protegidos para resguardar de la agresividad a la hinchada visitante; sueño con niños que animan con la mayor intensidad a su equipo para presionar al rival porque sus padres, ejemplo, modelo, solo alzan la voz para dar fuerza a sus jugadores. Y sueño, por qué no, con el aplauso del perdedor al ganador para felicitarle, así como del ganador al perdedor por darle la oportunidad de ser mejores gracias a su esfuerzo y competitividad en el terreno de juego.
En esta misma temporada, la 18-19, que, junto a mi entrenador y mis compañeros, he estrenado tan tarde (allá por mediados del mes de abril), en Málaga, con el Málaga CF, viví, en la jornada 37, algo que no recordaba haber vivido nunca en fútbol profesional. El día en que el RCD Mallorca nos derrotó por 0-1 en La Rosaleda, cortando nuestro impulso inicial, que no nuestra ilusión, esfuerzo y buen juego, dos semanas después de nuestra llegada al club, el público despidió a nuestros jugadores con aplausos por el juego desplegado, el ritmo, la ambición y la actitud. Insisto en que no recordaba haber vivido nunca, desde que tengo la oportunidad de disfrutar de la élite, ver a mi equipo salir aplaudido como local después de una derrota. El público ovacionó a los chicos tras un gran partido en el que la primera impresión, por su parte, era de decepción después de haber tenido el control del juego, las ocasiones y, si me apuras, el resultado. Valoraban que todo lo que estaba en su mano para ganar, se hizo, y que el equipo era, en su versión, una versión mejorada de la anterior; confirmando lo percibido, en esta última jornada de liga, la 40, tras ir perdiendo 0-1 en el primer tiempo frente al Real Zaragoza, volvimos a sentir aliento, comprensión y ánimo de la afición a los jugadores cuando, en un momento difícil, necesitaban un empujón para sobreponerse a una piedra en el camino. Y vaya si se sobrepusieron. No puede ser casualidad.
Tenía un sueño, que era trabajar para el Málaga. Después de ver a La Rosaleda dando muestras de aceptación en la derrota, pese a su tristeza, y de valoración de lo que, para todos, fue una actuación espectacular de los jugadores, en un caso, y un querer y no encontrar la forma de meterle mano a un rival, en el otro, muy por encima en ambas ocasiones del resultado que refleja el marcador, se enciende una pequeña llama de esperanza en el fondo de mi corazón. Algo así me dice que, por qué no, puede que mi sueño esté más cerca de hacerse realidad.
Que tengas una feliz semana.
Mucho Amor. Mucha Vida. Mucho Fútbol.
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