Para ser un buen escritor es imprescindible ser un gran lector. Eso significa (opinión personal, vaya por delante) leer mucho, por un lado, y leer a los grandes, también, por otro. Se lo escuché a un sabio y me puse a echar cuentas. Es lo que tiene esto de dudar de todo… Vamos a ver: si uno lee mucho, y lee a los grandes (por lo que las ideas que poblarán su mollera están arraigadas, en parte, en lo que esos grandes escritores nos dejaron), seguro que podrá escribir a un alto nivel, por supuesto; y aunque sea difícil, podrá hacerlo mejor que aquellos a los que leyó (el acceso de unos a la excelencia de los predecesores ayuda que aparezcan otras joyas); ahora, en la relación entre ser mejor lector o mejor escritor, el sujeto siempre será mejor lector, pues igualar con su obra literaria el volumen y el nivel de lo se que leyó se antoja imposible, pues siempre se lee más, obviamente, y el buen escritor lo es también en relación a la calidad de lo que ha leído. Pongamos que, los que son muy grandes escritores, como mucho, entre las opciones comentadas de ser mejor lector o ser mejor escritor, empatasen. Para mí tiene sentido que sacar un empate, ¡aquí sea un magnífico resultado! Démonos con un canto en los dientes. Da igual si son best sellers, figuras del siglo pasado, autores clásicos o de cualquier lengua y temática. ¡Lo que habrán leído para inspirarse! ¡Lo que habrán sacado para su producción propia de los escritores que les motivaron, impresionaron e inspiraron para transmitirnos a través del papel lo que llevaban dentro! Es como si una inteligencia universal nos abriera un registro de donde todos cogen información que hace que ese archivo siga creciendo: el inconsciente colectivo de Jung puesto negro sobre blanco; a la vez, siento que si el cerebro no puede inventar y que copiar es la llave de la creatividad, no debería ser sencillo que los que vinieran después hicieran cosas mejores de las que habían leído de sus antecesores…O sí (pues siguen surgiendo obras magníficas). Diferentes, pero con raíces comunes, quizás. Eso no lo sé. Desde luego, ahora y siempre, lo que parece improbable es ser mejor escritor que lector. Ni en cantidad ni en calidad. Eso, al que escriba un poco, le resultará fácil entenderlo. El que sienta lo contrario es porque solo ha recorrido un camino, el de la vulgaridad. No se puede escribir nada sin leer muchísimo (y muchísimo importante); y si lo que escribes es mejor que lo que lees, lo más seguro es que lo que hayas leído sea mediocre, siendo generoso. Esa es la única vía: primero, lector; después, lector; y por el camino, probando, experimentando, con muchas horas de trabajo, escritor; primero monaguillo, si es que se quiere ser fraile; porque el hábito no hace al monje, pero la práctica, sí o sí, forja el ser ejemplo en una profesión, en una pasión, en una tarea. En la virtud (hasta ser virtuoso requiere una práctica consciente y recurrente).
Y así se pasa esta vida. Frenada ahora mismo en seco, por cierto. Una vida que venía a 180 km/h por una vía convencional. Una vida que, hasta en una parada técnica como esta, sigue con trazos de prisa, de querer escribir sin haber leído. Todo ya, todo ahora; y, en las prisas, no damos tiempo ni a la maduración. Tendrá que ser sobre la marcha; pero resulta que, sobre la marcha, las cosas ya no tienen el mismo resultado, el que obtiene el que soporta sobre sus hombros los años de experiencias; experiencias que, sin lugar a dudas, necesitan de años. ¿Que los años no implican experiencia? Obvio que no; y menos si solo repites lo mismo cada día. Pero que, sin años, indefectiblemente, no hay lugar a la experimentación de diferentes vivencias, es una realidad plausible.
No sé si tiene mucho sentido traer a colación esto al fútbol. Las urgencias nos llevan a querer estar, por encima de ser, como decía la semana pasada, y ya nos arreglaremos por el camino. Sobre el fútbol ahondaré de aquí al final, pero no quería pasar por encima del símil del lector que es el que escribe. Aplícalo a lo que estés viviendo, a lo que te suene lo que viene ahora, o a lo que más se ajuste a tu experiencia de vida; porque, si bien yo quería usar como ejemplo al escritor, de lo que quería hablar, en última instancia, es de la vida con el fútbol de telón de fondo.
Soy de los que ha repetido hasta la saciedad, desde el primer día de confinamiento, que vamos a salir de esta mucho mejor, reforzados, con una conciencia mayor, con una riqueza en la mochila donde guardamos los aprendizajes que hará que la sociedad de inicios del siglo XXI que conocíamos cambie de rumbo hacia un futuro muy diferente al presente pre pandemia. Pero debía de ser mi imaginación, la proyección de lo que mi mente alberga, de lo que yo quiero que sea mi presente de ahora en adelante. Para mi evolución, servirá, lo tengo claro; sin embargo, a nivel general, la llama de mi entusiasmo se va apagando con el paso de los días. La pirámide de Maslow, el juego de la verdad que nos dice en qué escalón estamos cuando el instinto y la necesidad nos impide contener emociones menos viscerales y sentimientos de frecuencias más altas, más cerquita del amor, nos pone en nuestro sitio. Ahí no hay medias tintas. Cuando se pone en peligro la vida (o creemos que la vida está en peligro, que lo mismo da) y vemos nuestras necesidades vitales descubiertas, y a nosotros en peligro de acceder a ellas, los aplausos y la solidaridad se visten de diferente manera en cada uno, está claro, pero siempre con un traje de tonos oscuros y un tejido de miedo. Ese miedo que se come al amor haciendo añicos las propuestas comunes, la empatía por el igual y la aceptación, hasta que la tormenta amaine (por el bien de todos, menos mal). Aquí se rompe la baraja y emerge el sálvese quien pueda donde la unidad se quiebra en millones de pedazos que, además, son más débiles que cuando solo eran uno.
El fútbol es hoy, para mí, un motivo de satisfacción gracias a los futbolistas. Hacía falta una exposición contundente y un posicionamiento ejemplar para que toda la sociedad, empezando por los que han sido elegidos por todos para que gestionen lo público, mantenga la perspectiva y se permita seguir mirando la realidad con un sentido; común a todos.
El cerebro solo entiende el lenguaje que se expresa en positivo. Es más fácil que el mensaje que queremos transmitir llegue con claridad al decirle a alguien, por ejemplo, lo que se debe hacer, que lograr una comunicación fluida mencionando lo que no se debe hacer; además, es más rápido (no requiere identificar dos cosas, lo que se quiere y lo que no se quiere; si se le sugiriese lo que no se debe hacer provocaríamos lo contrario). Por eso, yo voy a centrarme en lo que me gusta de lo que he visto esta semana en los futbolistas: compromiso. Si los sanitarios, que están jugándose la vida tratando con los enfermos, los propios enfermos, las familias, su entorno y los trabajadores primarios, no tienen la posibilidad de comprobar si están o no infectados porque no hay pruebas para todos, cómo puede ser que los futbolistas, para una labor que no es imprescindible (ni siquiera necesaria), por muchas pérdidas económicas que se ocasionen (para los jugadores, las primeras, por cierto), vayan a acaparar un volumen tan alto de tests y cada poco tiempo con el único fin de que se asegure que pueden estar sanos para competir. Competir, ¿para qué? Con la que está cayendo, ¿de verdad lo más importante es que haya liga? Si se para la educación, si la sanidad rebosa, si los presupuestos del estado se asfixian con más deuda, si las familias no pueden acceder con prontitud y sencillez a las ayudas para el pago de los alquileres e hipotecas, ¿cómo vamos a pensar en que los jugadores de Primera y Segunda tengan acceso a algo a lo que la población de riesgo no está accediendo por el mero hecho de acabar un campeonato y cumplir con los acuerdos televisivos y publicitarios? Pues el jugador ha dicho que no. Que las pruebas, primero, para los que las necesitan.
Mencionaba en el título y a la mitad del texto lo de salir más fuertes de este proceso. Pero no. Voy a envainármela. Yo voy a hacer lo que entienda oportuno para salir más fuerte (antifragilidad, esa es la idea) y cada uno irá por donde la vida le tenga a bien llevarle; lo que le haya preparado para su aprendizaje, en definitiva. Escuché durante la semana a Álvaro Merino decir una cosa que (tal y como la dijo, no la quiero reproducir) me retrotraía a esas ideas, si me permites, tópicas, que de su tan manido uso hacen que su coloquialidad nos haga dejar de prestarle atención al meollo de la cuestión. Para explicarlo, usemos el dinero: como concepto, este resulta un buen ejemplo al utilizarse con recurrencia para aludir a que tener más te cambia como persona. El dinero, como este proceso vital que estamos viviendo (como todo lo que, con una referencia externa, nos hace ofrecer una ampliación o una reducción de nuestra esencia), es solo un potenciador, como la sal para el sabor; si a un pobre le das dinero, seguirá siendo pobre; si a un tonto le das dinero, seguirá siendo tonto. El único cambio será en el nivel de intensidad a la hora de expresar su pobreza o su tontuna.
Por desgracia, ojalá me equivoque, este proceso no hará que cambiemos, si nos atenemos a la hipótesis anterior. Cada uno de nosotros seguirá siendo lo que somos en el fondo; no hay otra opción. Ahora, la buena noticia para muchos (y la mala, para muchos otros) es que, seguramente, debido a la crudeza del proceso, todos lograremos alcanzar la cota máxima vital en nuestra esencia; nuestro récord Guinness propio; nuestra propia plusmarca personal.
Que tengas una feliz semana.
Mucha Vida. Mucho Amor. Mucho Fútbol
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