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Foto del escritorDavid Doniga Lara

Vacaciones

Llegan las vacaciones de Navidad. Momento, sin duda, ideal para hacer balance del año vivido, descansar y disfrutar de días siempre especiales rodeado de amigos y familiares que unos tendrán, en su día a día, más cerca que otros. Sea como sea, a mí, pese a repetirse la tradición en el tiempo, año tras año, con poca diferencia en lo esencial, pero con personas que van entrando y saliendo de mi realidad, hay emociones que me agradan y que me retrotraen al niño que fui. Y de eso quiero hablar hoy para despedir el año. Y de fútbol, cómo no.


Si algo tenían de especial para el niño que fui estas fechas era, en primer lugar, que se paraba el colegio (no había obligaciones y, si las había, ya me encargaba de hacer "los deberes" el último día de clase para no desperdiciar ni un minuto de mi tiempo en algo que no fuera jugar), con lo que suponía tener libertad para hacer lo que quisiera durante todo el día, cada día; en segundo lugar, que hacíamos cosas diferentes a las habituales, pues podíamos juntarnos con amigos con los que era difícil coincidir a diario y familiares a los que no se podía ver normalmente; y, si hablamos de fútbol, que podíamos jugar a cualquier hora en cualquier lugar (parques, canchas, campos de fútbol, casa) y en cualquier versión, no solo con el balón (chapas, videojuegos...). El fútbol, sin duda, estaba presente en las vacaciones de Navidad de principio a fin.


Algo que me acercaba más aún a mis sueños de futbolista era la dedicación exclusiva. En estos días, los equipos aprovechaban para entrenar por la mañana (si el entrenador tenía vacaciones o si se dedicaba al fútbol de manera profesional) y eso te hacía sentirte todo un jugador de verdad. Levantarte por la mañana sabiendo que vas a ir a entrenar, y no al colegio, que no hay prisa por hacer deberes antes o después del entreno y que los campos solían estar desocupados, y no como a diario, donde nos juntábamos varios equipos, era maravilloso. Ya fueran entrenamientos sin ningún objetivo específico o para preparar torneos de Navidad, o bien partidos, lo pasaba en grande. Esa sensación de vivir para el fútbol y que toda mi vida circulara en torno a él (descanso, comidas, recuperación, tiempo libre...) era placentera y me hacía dichoso. Solo rememorarlo mientras lo vuelco en estas líneas me pinta una sonrisa de alegría en el rostro. Momentos felices, sin duda. Momentos de otros tiempos pero que me recuerdan una cosa: como entrenadores también podemos contribuir a esa felicidad del niño.


Mi moraleja va a ponerse al servicio de los pequeños (y no tan pequeños) para generar el caldo de cultivo donde esos seres humanos, personas de esta sociedad en potencia, disfruten con nuestro deporte. Que un niño viva lo que yo vivía en esas fechas, por poner el ejemplo que nos trae aquí, solo puede ser positivo para su desarrollo. Un fútbol sin más estrés que el de la propia competición, sin más exigencia que la propia diversión del propio juego, tomado como una fiesta que, en lugar de una carga (entrenamiento, "trabajo", esfuerzo...El lenguaje es clave) le suponga al niño un momento de alegría, de diversión, al que acuda con ganas, estando de vacaciones, en lugar de quedarse en casa, levantándose tarde, comiendo mal y amodorrándose frente a una pantalla. Aunque correr suponga hacer un desgaste, aunque haya golpes, aunque nos hagamos daño: es algo inherente al juego que aceptamos de buen grado porque el disfrute supera con creces al dolor puntual de algunos momentos.


Los entrenadores tenemos en nuestra mano que nuestros niños se adhieran o se separen. Se unan o se abandonen. Se vengan a entrenar cuando están de vacaciones o prefieran otra cosa antes de acometer el entrenamiento como un trabajo, como una labor. Que el contexto sea de juego en lugar de de trabajo es el primer paso; que la exigencia sea fluir con el juego en lugar de ganar es otro pasito; si las tareas que preparamos son ricas, naturales, abiertas y donde surge el propio juego sin demasiados corsés parece ser otro paso más. Podemos seguir dando pasos de escucha, conversación consciente, feedback significativo, competición sana, aprendizaje de la derrota y la victoria como resultados inevitables de la práctica, que hay que aceptar y, sobre todo, de que la referencia sea uno mismo para cada uno y que los rivales y compañeros sean solamente los que se encargan de someternos a la presión necesaria (estrés positivo, estímulo de la práctica) para dar la mejor versión, la última actualización, de lo que podemos ser.


Ya ves por dónde voy cuando hablo de fútbol base. Mi responsabilidad termina con mis actos y, aunque llevo tiempo sin entrenar en base, en la transmisión de mis ideas a profesionales y en mis intervenciones en campus, jornadas o con niños de cualquier contexto con el que puedo dar en cualquier momento están mis granos de arena. Como responsables directos e indirectos en la formación de personas, nuestra intervención puede ser determinante en el futuro de muchos niños, por muy pequeña que parezca. Los niños se acercan al fútbol sin esfuerzo, por placer, y su predisposición a escuchar al entrenador es mayor, sin duda, que a la de escuchar a maestros, monitores o a veces incluso a familiares. Esa herramienta tan potente entre manos me hace tomarme muy en serio esa tarea. Si se acercan a mí sin esfuerzo y por placer, no seré yo el que convierta el juego en trabajo y sufrimiento. ¿Qué te apetece, entrenador, aportar al futuro de nuestros niños?

Espero que pases unas felices fiestas y que nos encontremos en 2020 con la misma ilusión por la vida que tenía por jugar al fútbol ese niño que, con el sorteo de Navidad de fondo en las radios y televisiones del barrio, celebraba su primer día sin clase, con un balón de reglamento, metiendo goles por la escuadra entre dos árboles (dos coches, dos piedras o la puerta de un garaje, daba igual) como portería.


Feliz Navidad.


Mucha Vida. Mucho Amor. Mucho Fútbol

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