Un amigo de la adolescencia en un lugar familiar para alumbrar el inicio de una nueva etapa. Tras más de seis años y medio trabajando en fútbol profesional, y más de cinco junto a la persona que me dio la oportunidad de debutar en la mejor liga del mundo (un sueño cumplido) con compañeros de viaje maravillosos, esta semana encaro una nueva era en mi vida. Romper con un pasado tan importante dejando atrás, profesionalmente, a personas que han marcado el devenir de uno, te asoma a un pequeño abismo emocional, al acantilado en cuyo borde mantengo el equilibrio mientras el miedo tira hacia abajo y el amor sujeta desde arriba; sin dramas, no hay que exagerar, pero con ese gusanillo que recorre las tripas y que, como marcador somático, dependiendo de cómo lo sientas, de cómo lo interpretes, puede hacerte sentir los nervios de afrontar algo que tiene pinta de ser muy grande, pero que asusta porque exige un salto al vacío, o el canguelo de preferir no dar el paso, sucumbiendo a las creencias limitantes con las que el ego confabula a su favor, para quedarse como estaba. En este caso, inexorablemente, he interpretado lo primero.
Al echar la vista atrás, solo reconozco decisiones acertadas. No hay que confundir que haya decisiones con repercusiones dolorosas con que haya decisiones erróneas, solo porque tuvieran resultados no deseados. Esos deseos creaban expectativas, pero no tenían por qué ser vísperas de lo necesario. En mis fantasías podría aferrarme a cosas que no fueran las que en cada momento necesitara e, irremediablemente, no alcanzarlas siempre genera desazón, rabia, ira, resignación o dolor. El camino trazado por cada uno le ha llevado hasta donde está ahora y, en mi caso, si lo que he hecho me ha traído aquí, no hay duda: las elecciones, en cada paso, en cada momento, fueron perfectas.
Hoy no es un día para hablar del libre albedrío o de si existe o no el destino; tampoco quiero disertar sobre la capacidad, más o menos consciente, de tomar decisiones, o la linealidad del tiempo. Tan solo quiero cerrar una puerta para poder abrir otras. Y, para ello, tener un espacio donde poder expresarse es una bendición. Aunque no lo leyera nadie. Poder dejar por escrito sentimientos que cada momento vivido va removiendo en mí da lugar a sacar lo que, de otra manera, podría almacenarse en el cuarto oscuro de la sombra y, a la vez, a poder compartir con otros (y conmigo mismo en el futuro) lugares comunes que nos reflejen, proyecten o transmitan las realidades de iguales; iguales para esos otros, igual para ese futuro yo que leerá, en un horizonte temporal próximo, lo que el David de antes sentía en momentos que se repiten sin cesar. Inspirador para todos y cada uno. Estoy seguro.
Siempre hay puntos de apoyo; trampolines que usamos para saltar a la plataforma siguiente, como en un videojuego, y subir de nivel. Si un excompañero y amigo me llevó, junto a otro amigo, a vivir del fútbol, fue otro buen amigo el que sirvió de nexo para conocer al entrenador que me pondría en bandeja vivir los sueños del niño que veía a sus ídolos por la tele y en el estadio; ahora, otro amigo, un hermano (y elegido, no de nacimiento), me coge de la mano para volver a trabajar y ayudarme a superar lo que queda tras cerrar una puerta, difícil de cerrar por lo que se deja atrás, con cariño, ternura y confianza. Hace sentirse seguro a uno en un momento de inseguridad máxima.
Volver a Arabia, localización geográfica peculiar donde disfruté de tres meses en mis inicios profesionales, y hacerlo de la mano de alguien con quien el destino no me deja de cruzar constantemente, en un caprichoso juego, travieso, donde todo parece casual (pero no lo es), me trae un nuevo comienzo (otro más) donde mi realidad se engalana con la presencia de viejos conocidos; viejos conocidos para viejos comienzos (menuda paradoja: un comienzo siempre debería ser novedoso...); aparentemente obvia incongruencia que no lo es tanto porque, los comienzos, con el tiempo, ya nunca son nuevos en el fútbol: siempre es lo mismo. Tenemos que ponernos las gafas de un niño para ver con asombro esa realidad conocida: lo desconocido ya no inquieta con la intensidad de antaño.
Quizás sea el amortiguador de la experiencia el que hace los impactos del camino mucho más llevaderos. Como en su momento tuve que soltar, tras más de siete años, la mano de Manuel, quedando sin embargo atados por una amistad eterna, toca hoy soltar a Víctor, Nacho, Carlos... y Koke; tras este adiós, como al niño a la salida del colegio, y con la amistad como telón de fondo, Pablo viene a recogerme para emprender esta nueva aventura. Te mantendré informado.
Feliz semana.
Mucha Vida. Mucho Amor. Mucho Fútbol
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